(un análisis del artículo Una teoría de la clase política española. César Molinas, El País, 10-09-2012)
El domingo por la noche me senté cómodamente a leer un artículo que desde la mañana venía circulando por Facebook, Twitter y todos los medios posibles, recomendado como el mayor hallazgo del día en materia periodística. Se trataba de Una teoría de la clase política española, firmado por César Molinas y publicado en El País. Lo leí con atención, pero acabé decepcionado. No es que fuera malo, y sin dudas contaba con algunas virtudes y méritos que no llegaron a entusiasmarme, y en ese momento no supe por qué.
Como para algunas cosas soy de reacciones lentas y algo rumiante, necesité estos días para seguir digiriéndolo, hasta darme cuenta que me iba sentando cada vez peor. Así que volví a leerlo, marcando en azul los aportes que consideraba positivos; y en rojo, los negativos. Antes de entrar en detalles, adelanto el resultado: 19-6 para los rojos, lo cual explicaba mi malestar.
Al grano. Empezaré por reconocer los aciertos del autor, ex Director de Gestión de Merrill Lynch y hombre del establishment, por cierto. El primero, absolutamente formal: el artículo está perfectamente presentado y estructurado, con ese aire de estudio científico que otorga un halo de seriedad y rigor a cualquier cosa que se escriba; y con algunos toques simpáticos que siempre vienen bien para aumentar la empatía con el lector.
En cuanto al contenido, cuenta con la ventaja de jugar con viento a favor. Él mismo sostiene que el desprestigio de la clase política española es “enorme”; por lo tanto, todo texto que la ponga en evidencia y le saque los colores logrará hoy en día la recompensa del aplauso fácil. Por si esto no bastara, cuando necesita buscar un comportamiento que, según su criterio, es semejante al de los políticos, utiliza el ejemplo de los controladores aéreos, otro colectivo con altas dosis de impopularidad. Más aplausos, por favor.
Por lo demás, coincido en el apartado dedicado al papel ejercido en el nacimiento de dicha clase por “los beneficiarios de los sistemas clientelares y caciquiles implantados en la España de provincias desde 1833”, que derivó en el reino de Taifas de unas Comunidades Autónomas destinadas inevitablemente al desastre económico. Y también en lo que dice sobre la politización de la Justicia y otras instituciones que deberían estar al margen de ideologías y partidismos. Me sumo a su queja acerca de la dejación de funciones del Parlamento como órgano de “rendición de cuentas”; acepto la hipótesis de que los políticos sean básicamente “captadores de rentas”; sin dudas apoyo la postura de que han alentado todas las burbujas habidas y por haber; y por supuesto, estoy plenamente de acuerdo en las necesidades de una reforma de la Ley Electoral (aunque de esto ya hablaré más adelante). Pero aquí se acaban los elogios.
El lápiz rojo empezó su tarea señalando carencias, porque hay muchas. Según se desprende del texto de César Molinas, la clase política española debe crecer de manera espontánea al borde de los ríos, o quizás haya llegado a estas tierras transportada desde Indonesia por un buque mercante o al lomo de pateras. Porque no hay ni una sola palabra en todo el texto que mencione el papel de la sociedad española en la conformación y sostenibilidad de estos políticos; tampoco, desde ya, una autocrítica por su propia actuación en las últimas décadas, sobre todo teniendo en cuenta que trabajó durante diez años para el Gobierno de este país. Lo mismo que se le pide al Parlamento le cabe, mucho antes, al conjunto de la sociedad, empezando por uno mismo. Y aprovecho para dejar constancia de mi parte de culpa en la dejadez, la falta de compromiso y el pasotismo general que permitió –y sigue permitiendo- la supervivencia de los parásitos que denuncia Molinas. Que quede bien claro: los políticos de un Estado nacen del seno de ese Estado, crecen inmersos en sus mismas miserias, y reproducen sus mismas taras. Cualquier estudio sobre el tema debería comenzar expresando esta verdad a voz en cuello, porque leerlo, asumirlo e intentar corregirlo es la única manera de crear una sociedad más participativa y democrática. Y esto viene muchísimo antes que una reforma de la Ley Electoral (que por cierto, fue una de las primeras reivindicaciones del 15M hace más de un año, por lo que el aporte del autor en esta materia digamos que como mínimo es poco original).
Tampoco hace mención el Sr. Molinas a bancos y grandes empresas. Su crítica se limita a los gestores de las Cajas de Ahorro, que sin dudas las merecen y más duras si cabe, pero no en exclusividad. La extracción de renta, la financiación de partidos y el crecimiento de fortunas personales, por repetir sus conceptos, son posibles porque alguien pone el dinero, ya sea a través de créditos indecorosos o directamente por la vía de las comisiones. Que quede claro otra vez: cuando se habla de corrupción, en España, Nigeria, Rusia, Argentina o donde sea, hay dos culpables, el que cobra y el que paga. Y aquí entran todas las entidades financieras, constructoras, concesionarias, etc., etc. que han pagado para recalificar terrenos, inventar necesidades de infraestructuras, falsear informes o facturar servicios que jamás existieron. Casi todas ellas cotizan en bolsa, y mientras pagan sueldos millonarios a sus consejeros y directores, evaden impuestos, operan en paraísos fiscales o deslocalizan fábricas y servicios para contratar mano de obra barata en otros países. Pero para el autor no existen ni han jugado papel alguno en la creación y sostén de lo que él llama clase política. Como no existen tampoco las cúpulas de los grandes sindicatos, cómplices interesados en todo este tinglado.
Vayamos al diagnóstico. Dice Molinas que el plan trazado al sancionar la Constitución “parecía sensato”, pero falló por una serie de “imponderables”. El argumento es tan pueril que se deshace solo. Los Padres de la Constitución española no inventaron “el sistema electoral proporcional, con listas cerradas y bloqueadas”, y por entonces ya existía también el sistema mayoritario, implantado desde siempre en Gran Bretaña y varias de sus ex colonias. Si aquí se eligió el sistema vigente -que no es proporcional, ya que favorece a los partidos mayoritarios- es porque se buscaba exactamente lo que ocurrió: un bipartidismo alternativo entre dos fuerzas de centro con leves matices entre sí, que fundamentalmente no sacasen los pies del plato. Además, resulta curioso comprobar cómo el autor utiliza una vara para decir que el Parlamento trata asuntos como el de Bankia “como si fueran catástrofes naturales”; y otra muy diferente al considerar “imponderables” los hechos que desviaron el “sensato” plan original de los hombres y mujeres de la Transición.
En este punto, además, hay una incorrección y un peligroso y nada inocente error conceptual. Dice Molinas: “La idea de que la España autonómica podía ser vertebrada por los dos grandes partidos mayoritarios saltó hecha añicos cuando los llamados barones territoriales adquirieron bases de poder…”. Y hasta donde uno conoce, salvo en las CC.AA. con partidos nacionalistas fuertes (Cataluña, País Vasco y en algún momento Canarias), en el resto siempre han gobernado PP y PSOE. ¿A qué desvertebración se refiere el autor? Y también apunta a que “el sistema democrático y el estado de Derecho” necesitan que organismos como el Banco de España o la CNMV “sean independientes”. Nada hay más riesgoso para la integridad de lo público que la independencia de quienes manejan los dineros de todos. Los partidos políticos deben mantenerse al margen, eso sí, pero si se pretende salud democrática, el Banco de España o la CNMV deben estar bajo la supervisión directa de la propia sociedad, a través de cuerpos colegiados de especialistas con mandatos cortos y sin relección posible. Es la supuesta independencia de los MAFOs y compañía una de los causantes del desastre en el que estamos inmersos.
Lo siento, pero todavía quedan algunas cosas más. Por ejemplo, lo que el autor denomina “burbuja de las renovables”. Sostiene Molinas que la apuesta por este tipo de energías es un “dislate que España no se puede permitir”; y al no profundizar en las causas de lo que se conoce como “déficit de tarifa eléctrica” (diferencia entre el coste real de la electricidad y lo que pagamos los usuarios, una deuda que, sin saberlo, venimos contrayendo todos con las compañías eléctricas desde tiempos de Aznar), deja entrever que las renovables son las principales responsables del agujero de 24.000 millones de euros que alguna vez habrá que pagar a escote. Pues no lo son. A las renovables, un modelo energético en el que España es puntera a nivel mundial y que constituye una inversión de futuro –propio y de todo el planeta-, les corresponden 3.600 de los 24.000 millones. Las subvenciones a las nucleares, en cambio, contribuyen al déficit con 4.000 millones, a pesar de que la mayoría de las centrales están amortizadas hace tiempo. Pero a Molinas seguramente se le olvidó el dato.
Me permitirán que me salte el capítulo donde el autor explica “la teoría” porque no es más que una repetición de lo que ya venía diciendo (también y para no aburrir evito comentar la referencia a la ejemplaridad del Rey), para entrar directamente en “la predicción”, que es donde acaban por desvelarse las intenciones del autor. Pide Molinas, con la coartada de “dificultar la creación de más burbujas”, “muchas más reformas para abrir más sectores a la competencia, especialmente en el sector público empresarial y en sectores regulados”. Vuelvo a apelar a la claridad: lo que pide es liberalismo económico, es achicar el Estado, es pasar a manos privadas los pocos sectores -salud, educación, agua…- que todavía nos pertenecen a todos.
Y para disipar las últimas dudas relaciona la derrota de los liberales en 1814 con una posible salida del euro que, asegura, ya están elaborando algunas cabezas del PP y el PSOE. Para ello, remite a un artículo también publicado en El País en junio pasado donde, entre falacias y manipulaciones varias, se afirmaba que en el caso de salir del euro –algo que ocurrirá inexorablemente tarde o temprano (esto lo digo yo, no los tres autores del artículo)- “España volvería a los años 50”. Es decir, a un tiempo en el que no existía ninguna de las actuales infraestructuras, ni empresas multinacionales de capital español, ni industria turística, y cuando el nivel de vida general de la población aún vivía la posguerra. Como es fácil apreciar, un absoluto disparate.
Por fin y tal como he comentado, César Molinas acaba resolviendo todos los problemas con la reforma de la Ley Electoral. Sin tocar a la Monarquía, ni a las CC.AA., sin reformas fiscales, sin alterar en lo sustancial una Constitución que con tanta “sensatez” sancionaron hace 35 años para traernos hasta donde estamos… y que fue arruinada por esos “imponderables” (¿o eran “catástrofes naturales”?) que a veces ocurren.
* El País informa al final del artículo que se trata de un capítulo de un libro que César Molinas publicará en 2013. Tal vez allí hable de algunas de las cosas que aquí ha callado. Si así fuera, quizás haya que concluir que se apresuró en publicarlo. Es lo que puede pasar por empezar la promoción de un libro antes de tiempo.