Otra manifestación más ha recorrido las calles madrileñas, con su colorido, su tranquilidad apenas alterada (cuatro detenidos, ya liberados, porque se negaron a ser identificados cuando llevaban una pancarta convocando a rodear el Congreso el 25S), sus cánticos ya conocidos, sus mensajes esperados y su habitual guerra de cifras. Quizás haya habido menos gente de la que esperaban los convocantes –el cálculo fue difícil porque hubo movimiento constante y la desconcentración comenzó antes de que acabaran de llegar las columnas-, sin dudas hubo mucha más de lo que asegura la Delegada del Gobierno.
Pero no es el caso. Lo interesante no es analizar el nivel de éxito alcanzado hoy sino el carácter general de estas manifestaciones, sus objetivos, su modalidad, sus logros… Porque no ha sido la primera, ni mucho menos será la última, y en definitiva, resultan las muestras más numerosas y contundentes del malestar popular. Y sin embargo, la sensación es que se han hecho rutinarias, que no incomodan al Gobierno, y posiblemente, tampoco convenzan a buena parte de sus convocantes.
La sensación general
No hay dudas de que el español medio está cabreado, molesto con lo que pasa, lo que intuye y lo que le cuentan. ¿Pero hasta qué punto? O dicho de otra manera, ¿cuántos días al mes ese enfado se traduce en acción, en participación, en compromiso y trabajo? Es difícil hacer un estudio sociológico tan amplio, pero la sensación general es que por ahora y en su amplia mayoría, ese español medio, con o sin trabajo, solo está dispuesto a moverse en momentos puntuales y una vez cada tanto. Es verdad que desde julio hay grupos que mantienen los paros parciales y cortes de calles en algunos centros públicos; también que la semana que viene están anunciadas huelgas en educación, ferrocarriles o en el metro de Madrid. Pero es igual de cierto que el estado de ebullición creado antes del verano no ha ido a más, no ha fermentado, y hasta cabría decir que le ha costado mantener el grado creciente que sí sostiene el Gobierno en recortes y reformas.
Por supuesto, cabe preguntarse por qué. Un periodista argentino escribió hace unos días un tweet referido al comentario de un economista: “Dice Navarro que Europa y Estados Unidos están destruidos. Este año estuve en Londres, París, Roma y NY. Ya me gustaría estar así de destruido”. Como en todos los aspectos de la vida, la percepción cambia según el ojo de quien mire. Los efectos de esta crisis cada vez más prolongada son innegables, pero la realidad es que todavía no afectan la línea vital de la mayoría de los habitantes de este país.
Ya sea por la existencia de un amplio mercado de trabajo en B, por las redes familiares, los ahorros acumulados o el funambulismo económico, lo cierto es que la actual situación refleja un indudable descenso en el nivel de vida general, pero sin llegar a límites intolerables. Se vive peor que hace unos años, y de ahí el cabreo, pero se sigue viviendo relativamente bien. Y se nota cuando de protestar se trata.
¿Quiénes protestan y por qué?
Las manifestaciones de este último año, sin importar el número de participantes, tienen elementos en común. Son pacíficas, son bullangueras, incluso algo festivas. Pretenden expresar el malestar, pero sin pasarse. Sus participantes, en un porcentaje abrumadoramente mayoritario, son gente que ha perdido el trabajo o teme perderlo, o que continúa en su puesto aunque en peores condiciones, o jubilados y prejubilados que por el momento mantienen intacta su renta, o jóvenes estudiantes o en paro que dependen de sus padres pero no les falta nada para cubrir sus necesidades básicas, smartphone incluido. Todas y todos son conscientes de la pérdida de derechos y de oportunidades ya producida, e intuyen que es una tendencia en aumento. Y entonces se suman a la protesta, y salen a la calle cuando son convocados para las grandes ocasiones. Y acaban la jornada tomándose unas cervezas jocosamente con los amigos en los bares de la zona. Y se vuelven a casa hasta la próxima “manifa” grande, de aquí a un mes, más o menos. Pero no están dispuestos a mucho más.
¿La razón? Tal vez porque el proceso que les lleva a la protesta es intelectual y no gástrico. O dicho de otra manera, porque la queja sale de la cabeza y no del estómago. Por supuesto que hay gente que sí está pasando hambre y problemas de extrema gravedad. Pero se deja ver poco en estas marchas (muchos pertenecen al colectivo inmigrante, que no participa, ya sea por miedo o por no sentirse parte de lo que ocurre), y en todo caso, todavía es una minoría. Por eso, el periodista argentino no alcanzaba a ver qué era eso de la «destrucción».
Los límites de la queja
Este punto de partida del malestar marca también los límites del compromiso. Movimientos como el 15M no han multiplicado su número de integrantes en este año –hablamos del trabajo diario, no de las simpatías que puedan despertar. Más aun, ni siquiera han podido mantenerlo. Y esto, a pesar del triunfo del PP en las urnas, del empeoramiento drástico de la situación y de la crudeza creciente de las medidas económicas adoptadas.
El resultado es la imposibilidad de endurecer la protesta. No lo harán los sindicatos mayoritarios, porque sus cúpulas no tienen ninguna intención de enfrentarse de verdad al Gobierno y perder su posición de privilegio en la representación de “los trabajadores”. Y tampoco lo pueden hacer desde las plataformas alternativas, porque sienten que no hay una base firme que sostenga ese endurecimiento. Así, cuando surge una iniciativa como la de ocupar el Congreso el 25S, más allá de sus múltiples defectos de convocatoria, el sentido común invita a recular, porque la idea suena más a invitación a la inmolación que a propuesta con posibilidades mínimas de éxito.
De esta manera, las grandes concentraciones repiten su tono amable, semifestivo, con ese aire de ir a pasar un rato agradable con los amigos y aliviar la conciencia “porque estoy luchando por los derechos de todos”. La realidad es que, hoy por hoy, no se avista una opción diferente.
¿Y cuál es el objetivo?
Queda un último aspecto a tener en cuenta, la verdadera meta soñada por aquellos que dedican una mañana de sábado –o un sábado completo si viajan desde fuera de Madrid- a gritar su cabreo contra el Gobierno. En este caso es muy probable que la respuesta sea más heterogénea. Sobre todo, porque el amplio conjunto de viejos (y nuevos) luchadores de base en fábricas, minas, el campo, sindicatos y partidos de izquierda siempre dicen presente. Y en su caso, no cabe duda que saben lo que persiguen, que quieren cambios profundos, los mismos que hubiesen querido en tiempos de la Transición y a lo largo de todas estas décadas.
Pero, ¿y los demás? ¿Los que se han sumado a partir del recrudecimiento de la crisis? ¿Pretenden de verdad una ruptura con el sistema hasta ahora conocido o en su mayoría simplemente desean un golpe de timón que devuelva la situación a la existente hasta 2007, a ese dolce far niente que anestesió al conjunto de la sociedad para traernos hasta este punto? La pregunta es incómoda, y la contestación necesitaría de un concienzudo trabajo de campo para ser rigurosa. En su ausencia, no queda más remedio que valerse de los resultados electorales, que dejan la respuesta más cerca de la segunda opción que de la primera. Y no solo por la victoria del PP. El éxito de CiU en Cataluña o el crecimiento de UPyD van en el mismo sentido: ninguno de ellos romperá jamás la baraja ni en lo social ni en lo económico, porque cada cual con sus matices entiende el mundo al ritmo que establece el poder del dinero.
Hay otro dato que refrenda esta apreciación. Como en casi todos los países desarrollados, el crecimiento económico motivó una transformación de la actividad humana. En 1970, la industria, el campo y la pesca empleaban al 54,6% de la población española, contra el 36,5 del sector terciario (servicios). En 2010, el 72,8% trabaja en servicios (y más del 80, si sumáramos la construcción), mientras la suma de los sectores primario y secundario no llega ni al 18,5%. Y hasta ahora, ninguna revolución ha surgido de las oficinas, los hoteles y los restaurantes.
Es cierto que siempre y para todo existe una primera vez, pero la dinámica de los movimientos de masas que desde hace algo más de un año recorren España no parece por el momento madura para lograr transformaciones significativas. Por eso, y en tanto no haya disturbios de mayor dimensión, el Gobierno no demuestra sentirse incómodo con ellas, más allá de tomar nota del disgusto de una parte de la población.
La conclusión
¿Cuál es el camino entonces? Sin dudas, a la cada día más expoliada clase trabajadora española no le queda otro sendero que persistir en la protesta. Pero al mismo tiempo, sería imprescindible una reflexión –personal y colectiva- sobre algunos de los interrogantes planteados. Y en función de ello, y si el resultado es una mayor conciencia sobre la amenaza de pérdida de derechos y oportunidades que acecha detrás de rescates y reformas, no estaría de más aumentar los niveles de participación y compromiso en la tarea cotidiana de enfrentarse al Poder. Solo así se irá ensanchando la base sobre la que asentarse para darle otro cariz a manifestaciones, marchas e incluso huelgas.
Eso, o esperar a que sean los estómagos los que empujen a tomar las calles.