No había que ser un mago para prever qué ocurriría esta semana después de la decisión de Mariano Rajoy de retrasar el pedido de rescate. Una vez desobedecidas las instrucciones (perdón, quise decir sugerencias) emanadas desde Goldman Sachs, era evidente que el «mercado», en buena parte manejado por el mismo grupo inversor que «invita» a dirigentes de todo el mundo a hacer lo que cree más conveniente, iba a castigar la desobediencia.
Ayer, la prima de riesgo vivió una jornada de fuerte repunte; hoy, la bolsa española se asoma a su segunda jornada consecutiva de caídas; y en la subasta de Letras del Tesoro de esta mañana la caída de intereses fue bastante menos acusada que la esperable, teniendo en cuenta el anuncio del BCE la semana pasada.
Pero quizás lo más notable no sean las cifras, sino los gestos. Que el domingo el Ministerio de Finanzas alemán pusiera en duda el programa de compra de bonos expuesto por Mario Draghi; que ayer Joaquín Almunia, desde su puesto de comisario de Competencia desde la UE apretase el torniquete sobre la decisión del Ejecutivo español; y que esta mañana el premio Nobel Chistopher Pissarides dijera que «el rescate va a llegar, no merece la pena esperar, desmuestra el nivel de riesgo que está asumiendo Rajoy con su jugada.
Los mensajes son claros: el establishment quiere que España pida el rescate ya, para que oficie de «cortafuegos» del mercado respecto al resto de Europa, y porque considera -con cierta razón- que la situación de nuestra economía no puede más que empeorar en el futuro a corto y medio plazo. Su amenaza es endurecer las condiciones cuanto más se demore; y sus armas son manejar la prima de riesgo y los vaivenes de la Bolsa a su antojo.
La apuesta de Moncloa es lo más parecido a un órdago, que puede costar el sillón presidencial si sale mal… Pero, ¿y si le sale bien?