Esta España 2012 me recuerda cada día más a mi Argentina natal. Me refiero a la de los 80 y 90, aquella en la cual los acontecimientos se precipitaban con tal velocidad que no había tiempo de digerir e interpretar uno que ya era avasallado rumbo al desván de la memoria por otro que semejaba ser más grande, importante y trascendente. (En realidad, me la recuerda por muchos motivos más, pero ahora no vienen al caso).
Es tal la velocidad de crucero alcanzada por las noticias que incluso pierden relevancia antes de que se produzcan. Las elecciones autonómicas en Galicia y País Vasco son el mejor ejemplo: se celebrarán el domingo que viene, pero el tema Cataluña se las ha deglutido de tal manera que incluso ayer el acto principal de campaña de la izquierda nacionalista vasca estuvo presidido por castellers de pura raíz catalana; y la frase más destacada de Mariano Rajoy durante el acto del PP en Bilbao tuvo como destinatario a Artur Mas, el presidente de la Generalitat.
El vendaval soberanista/secesionista/independentista desatado a partir del 11-S ha logrado instalarse en el centro mismo de la política española, desplazando a cualquier otra cuestión. Y entonces es obligado abrir un paréntesis y trazar algunas líneas para intentar comprenderlo sin que se desmadre.
El encaje de Cataluña dentro de España es una discusión con décadas de recorrido, y ha generado una variedad de reacciones y sentimientos, tanto dentro como fuera de la propia Cataluña, que parece arriesgado simplificarlo como se pretende a ambos lados del Ebro.
Partamos de una base: ni España se moriría sin Cataluña, ni Cataluña se moriría sin España. Si algo ha caracterizado a las fronteras a lo largo de la Historia es su movilidad. Ni Europa ni ningún continente nació con los límites de sus actuales países prefijados de fábrica, se fueron delineando a través de mil batallas, conquistas, tratados, uniones, rupturas, avances y retrocesos. Y nada hace pensar que el proceso llegará algún día a un final absoluto, salvo que acabemos en un único Estado universal tipo Matrix o semejante.
A partir de este precepto básico, el resto de España haría muy bien en aceptar la posibilidad de una futura Cataluña independiente, si es que una mayoría amplia de ciudadanos catalanes decidieran dar ese paso. Pero aceptarlo no desde el despecho del “si quieren que se vayan de una vez y nos dejen en paz” sino desde la tolerancia y la admisión de que cada uno tiene el más absoluto derecho de sentirse o no identificado con una tierra, un país o un estado. Cerrarse en la idea de que, “les guste más o menos, los catalanes son españoles” es tan ridículo como acusar a Madrid de todos los males de Cataluña.
Artur Mas ha encontrado un maná en el discurso independentista. En medio de la política de recortes más brutal de toda España y sacudido por escándalos de corrupción de todo tipo, CiU ya logró un resultado asombroso en las elecciones generales de noviembre pasado, y las encuestas aseguran que rozará la mayoría absoluta dentro de un mes. Nada que reprocharle entonces si se evalúa su acción pura y exclusivamente desde el punto de vista del oportunismo político.
Pero, ¿y después qué? ¿Cómo continúa la película si la opción independentista gana con amplitud el 25N? El siguiente paso debería ser el referéndum, y allí empiezan a acumularse las preguntas: ¿quiénes votan, todas las personas que residen en Cataluña o solo las nacidas allí? ¿Qué documento es válido para votar, el DNI español o el certificado de empadronamiento? Y sobre todo, ¿qué mayoría es la suficiente para determinar si el proceso avanza: la mitad más uno, el 66%, el 75, cuánto?
En este punto haría falta otra aclaración. No tienen demasiado sentido, y hasta resultan contraproducentes, las continuas manifestaciones vertidas desde Madrid sobre la ilegalidad e inconstitucionalidad de la consulta popular que plantea Mas. No la tienen porque es obvio que ni la Constitución ni las leyes pueden contemplar la posibilidad de una secesión, y cualquier medida planteada en esa dirección tendrá que saltarse necesariamente las normas vigentes.
Pero avancemos un poco más. CiU gana el 25N, convoca la consulta, pregunta sobre la posibilidad de ser un Estado dentro de la UE (pregunta sibilina y malintencionada), logra un SÍ mayoritario… ¿Y? ¿Qué tipo de Estado sería esa Cataluña independiente? ¿Qué modelo se plantea? ¿Uno cercano a las Cooperativas Integradas que tan bien funcionan y no dejan de crecer en el territorio catalán, el paraíso fiscal tipo Andorra que algunos proponen, o una permanencia dentro del actual sistema? La teórica inclusión de la UE en la teórica pregunta del teórico referéndum da una pauta, pero en ningún caso sería inmediata. ¿Cuál es la idea en el espacio intermedio: una moneda propia al margen del euro? ¿Con qué respaldo? ¿Y la política de fronteras? ¿Y el trato a los miles de españoles no catalanes que viven en Cataluña y no quieran cambiar su pasaporte español por el nuevo documento catalán? Cuesta imaginar una migración masiva hacia el sur del Ebro, pero ya nada suena imposible.
Lo cierto es que a día de hoy no hay apenas respuestas a casi ninguno de estos interrogantes; y en algunos casos ni siquiera consta que se hayan puesto sobre la mesa quienes soplan la vela del distanciamiento.
Por supuesto, falta una variable fundamental en todo este entramado: la económica. De acuerdo a la hoja de ruta que quiere ir trazando Artur Mas, ni el referéndum ni los pasos subsiguientes serían inmediatos. Le queda un largo camino para convencer a los “dueños del dinero”, ya sean catalanes o extranjeros radicados allí, de que el proyecto es viable y que no sería buen negocio para ellos darle la espalda migrando también a otras latitudes. Pero da la impresión que su pretensión en estos momentos es solo ganar tiempo. Una victoria contundente el 25N le abrirá un espacio de cuatro años para aguardar que la situación general mejore un poco –o al menos se estabilice- para afrontar los pasos siguientes con algo más de garantías y un panorama más despejado.
Claro que también es un factor que podría jugar en contra del mandamás catalán. A nadie escapa que si el globo de la independencia ha alcanzado la altura actual es por el gas que le insufla la debacle económico-financiera que azota Europa. Pero adivinar el escenario en el que nos encontraremos de aquí a 2016, y vaticinar cómo podrá moverse allí dentro una Cataluña alejada de España, es un mero ejercicio de ciencia-ficción.
Una pena que Ray Bradbury ya no esté entre nosotros. Al norte del Ebro tendría, sin dudas, buenos argumentos para montar una novela.