«¡Síganme! No los voy a defraudar», fue el eslogan de campaña que utilizó a finales de los 80 el pintoresco Carlos Saúl Menem, por entonces candidato peronista a la presidencia de la Argentina. La frase, sin dudas ingeniosa, enmarcaba un programa electoral populista, con mucha intervención del Estado y apoyado en el servicio público, muy acorde con las líneas históricas del movimiento fundado por Juan Domingo Perón en los años 40, y que fue votado por mayoría absoluta para buscar una salida a un deterioro económico imparable y una inflación sin frenos.
Pero una vez instalado en el poder, Menem dejó de lado todas y cada una de sus promesas de campaña, abrazó con fuerza inusitada las más acérrimas pautas neoliberales, desarmó por completo los engranajes del Estado y privatizó de manera salvaje sus empresas. Hasta que un día se sinceró: «Si en la campaña decía la verdad sobre lo que iba a hacer, no me hubiera votado nadie».
En la actualidad, pasado el tiempo, Menem es recordado en la Argentina por tres motivos: el freno a la inflación gracias a la política de anclar la moneda nacional al dólar norteamericano (algo así como la peseta al euro), la citada destrucción del Estado, y la gigantesca corrupción que rodeó a su gestión a partir del dinero llegado por las privatizaciones.
Mucho se ha escrito ya sobre los puntos en común de los procesos vividos en los 90 por los países latinoamericanos en general, y la Argentina en particular, en relación con la actual crisis en España. Hoy, en la apertura del Debate sobre le Estado de la Nación, Mariano Rajoy dio un paso más en ese sentido. Le bastó una frase y cuatro segundos para hacerlo.
«Tiene gracia que se me reprochara dejar a un lado las promesas y atacar, no lo que me convenía a mí, sino lo que España necesitaba», dijo esta mañana el Presidente, y sin que le tiemble la voz homologó la mentira como sistema para ganar elecciones, primero, y para gobernar después.
Vino a decir Rajoy que la palabra, ese valor que años ha se consideraba sagrado y en la escuela nos enseñaban que se debía sostener y dignificar, no sirve para nada, no debe ser tenida en cuenta. Porque si él y su partido elaboraron en su día el programa que les vino en gana, sin tener en cuenta la situación que ya existía -y que ellos no pueden alegar que no conocían, como el mismo Rajoy se encargó de recalcar expresamente durante la campaña electoral-, serían culpables de negligencia e ineptitud. Y si lo elaboraron a sabiendas de cómo estaba el patio, entonces mintieron con descaro y sin vergüenza.
En una democracia de verdad y un país medianamente serio, cualquiera de los dos casos debería conducir a una dimisión urgente y una convocatoria a elecciones anticipadas. Porque nada de todo lo demás que haya dicho o diga Rajoy de aquí en adelante puede ser tenido en cuenta. Su ataque de sinceridad de esta mañana condena su discurso. El de hoy y los del futuro. Aunque al menos habrá que agradecerle que haya corroborado una sospecha que ya tenía un porcentaje cada día más elevado de la población.
Por supuesto, esto de su dimisión no ocurrirá en España, donde no hay ni democracia de verdad ni seriedad. Ni los antecedentes ni la ovación que los diputados del PP tributaron a su jefe cuando acabó su exposición permiten ser optimistas al respecto. Pero poner el acento en esta homologación brutal de la mentira quizás sirva para despertar más conciencias, ensanchar más mentes y abrir más los ojos.
Menem pasó a la historia por estabilizar la inflación, por desarmar el Estado y por la corrupción. Hoy, Rajoy habló de la estabilidad de la prima de riesgo y de corrupción. De destruir el Estado ya se ocupan sus ministros. ¿Por qué será recordado el actual habitante de la Moncloa?