La estrella de Lionel Messi viene iluminando el firmamento futbolístico del planeta desde hace un largo lustro. Muy pocos discuten su carácter de número 1 mundial, y nadie pone en duda sus estratosféricas cualidades («debe de haber vida por ahí fuera», dijo hace poco en El País el entrenador del Borussia Dortmund, Jürgen Klopp, en su intento de explicarlo), pero no siempre ha sido así.
En la Argentina cargó durante demasiado tiempo el sambenito de su diferente rendimiento con la blaugrana y la albiceleste. Y en España se insiste, todavía, que no sería ni la mitad de lo que es sin Xavi e Iniesta a su lado.
No hay verdades absolutas en el fútbol, pero la evidente mejoría de Messi con la selección de su país y el partido de anoche en San Siro dejan algunas pistas de que no es el apellido de los compañeros la principal incidencia en el juego del 10 del Barça, sino lo que hacen o dejan de hacer. O dicho de otro modo, pesa más el funcionamiento colectivo que las cualidades individuales de quien tenga al lado.
En los años donde los argentinos le echaban en cara al pibe de Rosario que con ellos no era tan decisivo como en tierras catalanas, los que le veíamos cada partido a este lado del charco intentábamos explicar que la gran diferencia era que allí le daban la pelota y miraban a esperar qué iba a hacer, mientras que en el Barça existía un movimiento continuo de desmarques que distraía a los defensores rivales y abría los espacios para que Messi pudiera encarar en uno contra uno o contra dos, como máximo.
Así, en tanto que en su selección Messi estaba obligado a la hazaña individual frente a varios rivales que le esperaban escalonados, y entonces casi siempre perdía, acababa por fastidiarse y su presencia se devaluaba; en el Barcelona ocurría exactamente lo contrario. Y si además sus laderos se llamaban Xavi, Iniesta, Alves, Pedro o Busquets, alcanzar la perfección era una consecuencia casi lógica.
Volvamos a la actualidad. ¿Qué ha logrado Alejandro Sabella, entrenador de Argentina, que no consiguieron sus antecesores? Que Higuaín, Agüero y Di María, con sus desmarques y su velocidad, generen espacios para que Messi, quien por lo general necesita recibir la pelota al pie y no en carrera, provoque el desequilibrio. Hoy, su rendimiento ha dejado de ser tema de discusión y sobre él los argentinos depositan las esperanzas de un Maracanazo en 2014.
¿Qué ocurrió anoche, y en algún otro partido anterior del Barcelona? Que aunque Messi comparta equipo con Xavi, Iniesta, Pedro, Alves o Busquets (y sumemos a Cesc), si no hay desmarques, ni movimiento, ni rupturas; si no se crean las condiciones para que el 10 pueda lastimar con sus cualidades, si quienes ocupan las bandas privilegian el toque al centro antes que el desborde en profundidad, Messi se empecina, retrocede hasta mitad de campo, quiere resolver por las suyas mientras el resto mira, pierde casi siempre, se fastidia y queda devaluado. Es decir, lo mismo que le sucedía en la Argentina de Basile, Maradona y Batista.
Si quiere tener alguna posibilidad de superar la eliminatoria contra el Milan (y también la de Copa contra el Real Madrid, que no está ni mucho menos cerrada), el Barça sabe que necesita del mejor Messi. En ese caso, conoce la receta a la perfeccion: olvidar el funcionariado de la posesión intrascendente y recuperar el movimiento, el desborde y los riesgos. Si no es así, contra una defensa cerrada y firme, habrá poco que hacer.
Y el nombre de los acompañantes pasará a ser una cuestión totalmente secundaria.