El Editorial: Descarrilados. España frente al espejo

Foto: Reuters

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Una vez más, el destino ha actuado como metáfora. Las tragedias ocurren. Son parte de la vida y lo han sido siempre. Solo naturales en tiempos pre-tecnológicos, y como consecuencia de la inevitable suma de fallos humanos y desperfectos técnicos a medida que la sofisticación de los medios de transporte fue en aumento. Pasa en España y en casi cualquier país del mundo, desde Suiza a Nigeria, pasando por donde cada uno elija.

Pero lo que llama la atención de lo ocurrido la noche del miércoles en Santiago de Compostela es su capacidad para amoldarse casi a la perfección al devenir de España en este siglo XXI. El Alvia que encaró a una velocidad mayor de la debida la curva de Angrois, sin un sistema de seguridad suficientemente fiable y con un maquinista que, aunque todavía no sepamos porqué, se vio superado por lo que ocurría, se convierte así en una parábola, que si por ahora no alcanza la perfección absoluta es por el hecho de que sí conocemos las causas por las que los diferentes conductores que ha tenido este país no atinaron a activar los frenos y las alarmas cuando todavía había tiempo y espacio suficiente para hacerlo.

Lo cierto es que durante dos décadas y media España apretó el acelerador de su marcha sin mirar el cuadro de mandos, sin prestar atención a las señales, sin hacer caso a la información que llegaba desde las balizas externas. Y no. Que no se malinterprete esta afirmación. No se trata de refrendar aquello de que “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”, porque no va referida al español medio, a quien no hicieron más que animarle a que se subiera a la ola de optimismo general y se endeudase confiando en que la velocidad alcanzada era la normal, y que los mecanismos de control estaban tan bien aceitados que nada podía fallar.

El vértigo que se apoderó de España, y del que todos los dirigentes del país, sin distinción de credos ni banderas, se ufanaban aunque no lo publicaran en Facebook -como dicen que hizo el desdichado maquinista del Alvia a quien quieren cargar con la única responsabilidad de las 79 víctimas mortales de Santiago-, se llaman aeropuertos inútiles, autopistas deficitarias, Copas Américas y GP de Fórmula 1, toneladas de ladrillo acumulada sin criterio, y también, curiosa y trágicamente, kilómetros y kilómetros de vías férreas de alta velocidad no siempre justificadas.

La noche del miércoles en la curva de Angrois, aquello que padecemos cada día desde hace un lustro, se convirtió en fotos, vídeos, dolor y muerte. Pudo haber ocurrido una tragedia de cualquier otro tipo. De hecho, ya las hubo, como la caída del avión de Spanair en Barajas hace algunos años, o en el mismo sentido que lo sucedido en Santiago, el nunca aclarado accidente en el Metro de Valencia en 2006. Pero el destino quiso poner a este país frente al espejo.

España ha descarrilado. Sus sistemas de seguridad no existen –ayer mismo confirmamos la sospecha de que los 36.900 millones de euros empleados en rescatar a la banca no se recuperarán jamás, y lo que es peor, que todavía habrá que pagar una cantidad semejante-; los maquinistas o no saben controlar los mandos, o incluso peor, los activan premeditadamente en sentido contrario al que deberían; y los pasajeros no nos atrevemos a asaltar la cabina para enderezar el rumbo.

Además de esclarecer las causas que lo provocaron, y más allá de los grados de responsabilidad de unos y otros, el accidente de Santiago debería provocar una reflexión muy profunda. Porque no solo es una tragedia, también es un aviso. Hemos descarrilado y no podemos seguir en esta vía. No deberíamos quedarnos quietos, petrificados frente al espejo…

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