A veces, ya sea por comparaciones no siempre apropiadas con lo que ocurre en otras latitudes o por un inevitable descenso en la participación en marchas o manifestaciones (llevamos dos años «pateando» casi cada día las calles de este país, sin grandes resultados objetivos), hay quien tiende a pensar que la movilización popular en España se ha detenido. O al menos ralentizado. Y en el mejor de los casos, que no alcanza el grado de efervescencia que merecería en función de la gravedad de la situación.
La televisión enseña imágenes de Estambul, con los jóvenes resistiendo los gases y el agua a presión en las plazas en su lucha por impedir que el país siga escorándose hacia la islamización; o sobre todo de Brasil, con millones de personas recorriendo las ciudades, y la tendencia es pensar que aquí seguimos durmiendo la siesta y sin reacción.
En mi opinión, es una mirada errónea. Es verdad que la vergonzosa realidad de las instituciones españoles -con la Casa Real a la cabeza y casi todo el espectro político-sindical-empresarial-bancario detrás- ameritaría una rebelión como las del siglo XVIII o XIX, pero esta no se puede producir, no se va a producir, por un simple y elemental motivo: hace 200 años no existía clase media. Estaban los nobles, la alta burguesía y la plebe, sin derechos, sin propiedades, sin educación, y, por sobre todas las cosas, sin nada que comer y sin nada que perder, mezcla explosiva donde las haya porque elimina el factor miedo ante la posibilidad de la más dura de las represiones.
Hoy, eso no ocurre. Pero suceden otras cosas impensables hace apenas unos meses. Por ejemplo, que los integrantes de la Familia Real, y por supuesto algunos ministros, sean abucheados allí donde se presenten -y no solo en Cataluña y Euskadi-; o que el estudiante que saca la nota de selectividad más alta de Madrid lo celebre con la camiseta de la Marea Verde y una declaración a favor de la educación pública; o que una asociación profesional de médicos logre que sean imputados los políticos que promovieron la privatización de la sanidad madrileña; y se podría seguir dando ejemplos semejantes.
El movimiento, en definitiva, ya no está en las calles, sino en cada uno. Es más profundo, se ha hecho carne en la gente. Ya no se trata de una reacción visceral de cabreo generalizado, contra todo y contra todos, sino de un convencimiento que alcanza cada vez a más personas de que así, con esta organización del Estado, con esta manera de entender la política, con este modo de construir Europa, con esta corrupción que alcanza todas las capas institucionales… que así no se puede seguir. Y de la convicción se pasa a la acción. Que ciertamente no resulta espectacular, pero sí más efectiva y organizada. Porque es la gota que horada la piedra, un día sí y el siguiente también, recordándole al Poder que no es omnipotente ni indestructible, y que se debe a la gente, a los votantes, a los contribuyentes. Y además, sin haber perdido los signos de identidad de lo que se llamó 15M o Acampada Sol: su transversalidad, su carácter horizontal y mutante, su negación de los personalismos, su no necesidad de líderes para modularse, funcionar y avanzar.
«Es la nueva política, la nueva manera de entender la sociedad y las relaciones entre representantes y representados, que ni los políticos de siempre ni los politólogos tradicionales alcanzan a comprender», como explica mi buen amigo Bernardo Gutiérrez, sagaz observador de la realidad y habitante de São Paulo, por lo que vive desde dentro lo que está ocurriendo en Brasil, uno de los focos que justifican a nivel mundial el Eppur si muove que hubiera encantado a Galileo.
La multitudinaria y, para algunos, inesperada reacción de una parte de la población brasileña ante el aumento del billete de autobús urbano destapó la olla de una serie de irregularidades, violaciones de derechos humanos, decisiones antidemocráticas y otras lindezas semejantes que están socavando la credibilidad del Gobierno del Partido dos Trabalhadores a cuenta de los gastos y acciones que conlleva la organización del Mundial de Fútbol 2014 y los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro 2016.
Y aquí es necesario abrir un paréntesis. Porque lo que ocurre en Brasil, el tipo de protesta popular y sus actores, es parangonable al 15M español, pero se trata de un fenómeno inédito en Latinoamérica, que destroza los esquemas de lo que se ha denominado Nueva Izquierda, y desmitifica a quien fue el gran estadista mundial de la última década: Lula da Silva.
Los millones de personas que han llenado las calles de todo Brasil en esta semana son imposibles de encorsetar en el apretado marco de la «vieja política». No es la derecha la que protesta, ni la izquierda; no son los marginados, ni los privilegiados… O en realidad no son SOLO ellos. No es una protesta «de clase» o «de partido». No son mayoría los habitantes de las favelas, pero los que están -universitarios, estudiantes, integrantes de la clase media-, no piden seguridad en los barrios privados sino una mejoría en los servicios públicos, en la educación, en la sanidad, en aquello que beneficia a todos y se paga con el dinero de todos.
Se protesta, en definitiva, contra una manera de hacer y entender la política, de espaldas al pueblo; contra la forma de decidir los caminos a seguir, sin preguntar, sin consultar; contra el gueto cerrado de una clase que ha crecido al amparo de los partidos y sindicatos, y medra sin pudor en cuanto contrato de obra pública haya que emprender. Así se entiende que el gasto previsto para la organización del Mundial 2014 se haya más que duplicado hasta convertirse en el más oneroso de la historia. Y se comprende el hartazgo de una población que ve cómo sus impuestos son utilizados para levantar estadios y enriquecer a empresarios, políticos (y a la FIFA) en lugar de mejorar las prestaciones en hospitales o escuelas; que asiste azorada al desplazamiento forzado -y en ocasiones, sin indemnización ni alternativa- de miles de personas a quienes se echa de sus casas para construir autopistas, aeropuertos o museos.
Toda esta barbarie humana, económica y medioambiental, era previsible cuando Brasil solicitó la organización de ambos acontecimientos. Para ser elegido, además de gastar muchos millones en «hacer lobby», un país o una ciudad debe presentar los planos completos de las infraestructuras que el COI y la FIFA exigen allí donde tienen lugar sus citas cumbre. Y el principal impulsor de ambas candidaturas, quien las defendió con su presencia y carisma en los foros donde hiciera falta, fue Lula.
El hombre humilde que llegó desde bien abajo a presidir el país más grande de Sudamérica se dejó subyugar por el Poder. O tal vez no, tal vez siempre mantuvo una misma idea. Porque dentro de la Nueva Izquierda del continente, el dirigente del PT fue siempre un outsider, un simpatizante incluso entusiasta por momentos, pero nunca la locomotora que pudo y debió ser. Dicho de otra manera, Lula nunca fue Chávez, ni siquiera los Kirchner, Correa o Evo. Para Lula, Brasil y su posicionamiento como potencia regional y emergente, su posibilidad de sentarse a discutir de igual a igual con los grandes bloques económicos del planeta, siempre estuvo por encima del desarrollo del área, de una integración latinoamericanista y hasta de la propia ideología. Es allí, desde esa perspectiva, que encaja a la perfección la pretensión de organizar Mundial y JJOO, al precio que fuera y sin medir si era o no una prioridad para su gente, porque suelen ser las guindas que coronan la situación de nuevo rico de un país.
En estos días, los brasileños están demostrando que Lula se equivocó, que «su» proyecto no era el proyecto de todos, que ya no tragan con aquello de ser «o mais grandes do mondo», porque saben perfectamente que no lo son en innumerables aspectos que hacen a una vida digna, igualitaria y participativa. Por eso desafían a la FIFA y a su Gobierno y toman las calles.
Es el primer paso. Les queda el largo camino de imbuirse de esta nueva posición y transformarla en acciones concretas y efectivas, en desobediencia, en insumisión, en la gota que horada la piedra. Como ha ocurrido en España. Para seguir demostrando, que a pesar de lo que creen los despistados, debajo de la superficie y a espaldas del Poder, algo si muove, y vaya si se muove.