Los ojos de Ponzio

Anoche, cuando me fui a dormir después de ver desde la comodidad del televisor la consagración de River como Campeón de América, una imagen me quedó dando vueltas en la cabeza. No tenía relación con el juego, ni con los goles, ni con la fiesta posterior; tampoco con las lágrimas de Gallardo ni con la hidalguía de Cavenaghi para aceptar que su ciclo se acabó. No, era otra cosa…

La televisión, con su capacidad para dejarnos observar con más o menos detalle aquello que decide enseñarnos, había repetido casi sin querer y en diferentes circunstancias, la misma expresión: aquella que expresaban los ojos de Leonardo Ponzio. Fueron no más de cuatro o cinco planos cortos, después de alguna trifulca o antes de la ejecución de un tiro libre, pero alcanzaron para impactar mis retinas y mi memoria.

Leonardo Ponzio

Leonardo Ponzio

Leonardo Ponzio no es un crack. Lo sabemos todos, y seguramente él antes que nadie, pero se toma esto del fútbol muy a pecho. Por eso pudo resurgir cuando ya parecía perdido para la causa hasta convertirse en indiscutible, en estandarte, en símbolo de una manera de afrontar cada disputa de una pelota, cada centímetro de la cancha.

Este River multicampeón del Muñeco Gallardo nació lujoso, gracias a la combinación exacta de intensidad y técnica que nacía en Kranevitter, continuaba en Pisculichi y concluía en Teo Gutiérrez. Pero las circunstancias, las necesidades y una buena dosis de pragmatismo fueron torciéndole el rumbo. Entonces, el año pasado, durante las semifinales de la Copa Sudamericana ante Boca, apareció Ponzio. Y su mirada.

Porque anoche caí en la cuenta que el secreto del veterano volante no está en su capacidad para aparecer donde se lo necesita, ni en el despliegue, ni en la fuerza muchas veces desmedida con la que se emplea. El secreto, diría Eduardo Sacheri, está en sus ojos.

Ponzio mira y asusta. Abre exageradamente los párpados y sus pupilas escupen serpientes. Ponzio discute, pega y empuja con las córneas, los iris y los cristalinos, impone su ley a través del humor vítreo, que adentro de la cancha siempre parece un mal humor. Como si toda la adrenalina estuviera concentrada en las dos oquedades de su cara, Ponzio mira y amedrenta. Es la suya una mirada casi extraviada, mesiánica, como quien vive un trance místico de 90 minutos, una de esas miradas que provoca tanto contagio y entusiasmo en las filas propias como pavor en las huestes enemigas. Es entonces cuando uno, que tiene la crítica fácil y la sentencia a flor de Twitter, llega a la conclusión que no debe ser nada sencillo tener enfrente a un tipo que mira así. Mucho menos ir a discutirle una pelota. Muchísimo menos amonestarlo o expulsarlo, como mereció tantas veces en los últimos tiempos.

Se pueden tirar sobre la mesa mil argumentos para explicar este presente, estos títulos de River, se pueden emplear millones de palabras. Pero quizás no sean necesarias. Creo que basta con buscar estas cuatro o cinco imágenes de la mirada de Ponzio. Ahí está todo resumido, ahí se esconden todos los secretos: el hambre, la convicción, el esfuerzo, el coraje, la tosudez, la fe… Podrá decirse que todas ellas son virtudes nada emparentadas con el purismo futbolístico, y es verdad, una verdad tan innegable como que también son imprescindibles para ganar grandes títulos, sobre todo en estos tiempos de juego escuálido y estrellas lejanas.

Leonardo Ponzio no figura entre mis futbolistas preferidos. Ni siquiera es uno de esos que elegiría para mi equipo en un pan y queso, porque siempre me pareció desprolijo en lo táctico y limitado en lo técnico. Pero reconozco que lo estoy reconsiderando. Es lógico, hasta anoche nunca había reparado en sus ojos.